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Torcidos

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Que las clases medias padecen Síndrome de Estocolmo no es ninguna novedad. Es un diagnóstico al alcance de cualquiera, y no se requiere a Margaret Mead para reparar en el comportamiento permisivo, adulador y especulador de este grupo.

Capaces de justificar la violencia cuando se aplica a quienes perjudican su afán de poder y su codicia y -sin embargo- declarándose pacifistas y demócratas, aún soltando su paroxismo sobre un charco de sangre, los representantes de las clases medias hacen gala de su adaptabilidad a todo lo que les convenga.

Esta situación los convierte, como siempre a lo largo de la historia, en el gran obstáculo a vencer cuando se defienden causas justas. Porque a las vecinas de puerta que riegan sus macetas (incapaces de reconocer un libro, pero con ideas claras nacidas de sus caprichosos preconceptos y una alta dosis de televisión) les encanta el orden y la paz; así vayan a comprar su crema hidratante pisando una alfombra de cadáveres. Lo mismo se aplica a los varones que podrían recitar la formación de su equipo en el año 1962, pero que al escuchar “Platón”, piensan en un plato grande.

Los integrantes de esta raza son, casi por genética, los cómplices silenciosos de cuantas atrocidades se han cometido. Han sido censores, inquisidores, opresores; han aplaudido las dictaduras sangrientas, los holocaustos, la xenofobia, la misoginia, el odio hacia el diferente.

Reclaman para sus sitios -desde su edificio de apartamentos, a la gran superficie donde acostumbran hacer la compra semanal- tolerancia y respeto; el mismo que olvidan en su vida diaria cuando, haciendo uso de su fascismo, se colocan en un pedestal moral desde el que juzgan la ética de quienes no se les parecen.

Si es que la sociedad necesita cambios urgentes, piden paciencia. Probablemente, una idéntica a la que utilizan cuando se desesperan en una fila, y resoplan condenando al averno a empleados mileuristas, tras nombrarlos “incompetentes”. Si es que los pobres reclaman ayuda vital, entonces en un capricho de “esos aprovechados”.

Cualquier movimiento popular en el que no se reconozcan, les parece nocivo y digno de represión. Les parece una barbaridad -así lo manifiestan- un corte de calles para pedir ayuda ante la hambruna de África, por ejemplo; y, sin embargo, aplauden cuando se efectúa la misma maniobra ante la visita de un señor de blanco que luce joyas incalculables, predica la pobreza, y dice ser elegido de Dios.

Porque he de decirles, queridos amigos, que esta fauna pintoresca de pseudo inteligencias es, además, católica.

Sumemos: una percepción acerca del mundo y los fenómenos que ocurren, nacida de los dictámenes televisivos; una aceptación de la justicia directamente proporcional a la lesión que puede implicarles; un comportamiento ético oscilante y canjeable por cualquier televisor de plasma de más de veintiún pulgadas; una rutina diaria que implica chismes de barrio, chismes de famosos, fútbol de barrio, y fútbol de famosos; unos ídolos acorde; y, grabado a fuego, el estandarte de la curia y su principal fuente de ingresos: la iglesia.

¿Qué podemos sentir ante un ser vivo con semejantes características? Sólo temor.

Abanderados de la política neoliberal, soñadores del glamour, anhelantes del estrellato que jamás tendrán, y envidiosos de las fortunas que no tendrán tiempo de mal-hacer, estos ciudadanos pasean su patética educación allí por donde pasan. Nunca dejan de saber nada. Jamás ignoran algún asunto. Sea cual fuere el tópico, se consideran catedráticos.

Como parecen cumplir con cada uno de los ítems que se requiere a un ciudadano ejemplar (y manipulable, y servil, y necio), se ubican detrás de una pancarta invisible -pero dañina, ciertamente- que versa “TENGO DERECHOS”.

Los supuestos derechos a los que se refieren, pueden resumirse en uno: prosperar. Podría pensarse que anhelar la prosperidad es justo; pero deja de serlo en cuanto se conoce el significado que han construido en sus contubernios, allí en sus cuevas inmundas.

En nombre de su conductas aplaudibles, sus palabras biensonantes y sus recibos de impuestos, la clase media erige un artefacto siniestro que defiende sus intereses a cualquier precio. Al estar sus derechos, sus simpatías políticas, y hasta sus sueños, moldeados por los medios masivos, jamás pretenderán defender realmente a sus compatriotas, las víctimas del sistema mercantilista, o las minorías. Como los han adoctrinado en el miedo a perder lo que, ilusoriamente, llaman libertad, nos enfrentaremos a un ejercito de justificadores profesionales.

Al mismo tiempo, como sus objetivos de auto-realización no implican (nunca) más que la adquisición de este o aquel electrodoméstico, o este o aquel coche, no albergan ni entienden el sentimiento de lucha. Las reivindicaciones que no les atañen se llamarán, entonces, insolencias; y los reclamos por asuntos no materiales, serán burlados bajo el cliché de las utopías.

El “derecho a...” vendido como “posibilidad de...”, es la ecuación que explica la perpetuación del capitalismo como sistema de intercambio, y la democracia como engendro administrativo supeditado a sus designios. Al remitirnos a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se garantiza en el artículo tercero el derecho a la vida, a la libertad, y seguridad del individuo. Nada dice acerca del “derecho a vacaciones”. Sin embargo, las clases medias organizarían una sonora manifestación en reclamo de descanso, sin lugar a dudas.

Decía De Gaulle que asegurarle el sufragio a quien no tiene la posibilidad de alimentarse, es reírse en su cara. Pero claro: una cosa es hablar de hambre, y otra sentir hambre.

La libertad y la justicia, bajo este organigrama de convivencia, no pueden coexistir en igualdad de fuerzas. Siempre hay una predominante, fagocitando a la otra. Evidentemente, todos queremos (¿será verdad?) vivir en sociedades equilibradas pero, mientras tanto, debemos hacernos cargo de los problemas reales, actuar en consecuencia, y exigir la atención sobre lo más urgente.

Justamente, este último punto es motivo de conflicto allí donde aparece un representante de las clases medias. Incapaces de alzar la voz por otra cosa que no sea ellos mismos, los asuntos que queman el alma de las naciones, y que afectan a colectivos segregados, se les antojan mero vandalismo.

Aquí, en casa, el movimiento 15M ya aparece como peligroso. Era lógico: una vez que las clases medias perdieran el entusiasmo por ir a gritar a Sol que “no hay pan para tanto chorizo”, los verdaderamente contestatarios se quedarían solos.

Y como esos son los “putos rojos” de toda la vida (los mismos que han sido denostados siempre por el conglomerado de pseudo inteligencias), ahora son juzgados como violentos, irrespetuosos y prepotentes.

Es lo que tiene la clase media: idolatra a Jesucristo, siendo más traidora que Judas. Bastó que los comerciantes de Madrid se quejaran, para que todos aquellos preceptos de “Democracia Real” se evaporasen. Se concluye -observando la mutación informativa que la prensa ha llevado adelante respecto al 15M- que, ciertamente, la agenda setting está pensada, diagramada y digerida para la señora de las macetas. Y su marido.

Es que la clase media no un un grupo. Es un conglomerado de sicarios.

Pero no actúan a cara descubierta. Necesitados siempre de padres -uno en el cielo (Dios) y otro en la tierra (el Gobierno)- consiguen testaferros de sus voluntades permanentemente. Creen que el mundo está a su disposición, y que sus valores inexpugnables representan la libertad. Mas ignoran que la libertad funciona como una franquicia: es para usufructo de quien pueda pagarla.

Hace unas semanas, en Londres, se vivieron sendas jornadas de reivindicación social. Miles de ciudadanos -aunque la televisión los llamara “pandilla de vándalos”- salieron a la calle a protestar contra los abusos del sistema, las políticas de exclusión de Cameron, y la xenofobia.

Desde luego, más allá de algunos excesos (reflejados ad infinitum por los medios serviles) se trató de unos días de alta confrontación social, en donde resucito el ludismo, que tantos fieles soldados encontró en tierras inglesas. Se trataba de destruir los íconos, de prender fuego a los emblemas. Pero además, de actuar y pedir acción a los responsables políticos, y a sus jefes.

La cobertura mediática prostibularia, se hizo eco de las excepciones para cubrir la noticia. La prostesta adquirió entonces, para las amas de casa, tintes de terrorismo interno digno de castigo. Una vez que la opinión pública estuvo bien teñida del mensaje apocalíptico de la ultraderecha, las fuerzas de seguridad del estado tuvieron el visto bueno social para reprimir hasta el hartazgo.

Al otro día, la “enternecedora” imagen era la de una abuelita, en salto de cama, barriendo las cenizas de su puerta de calle. ¿Se puede ser más patético, servil e ignorante?

He ahí una escena que representa el comportamiento de las clases medias en todo el mundo: como el grupo que lleva adelante las manifestaciones proviene de barrios periféricos, el asunto se torna racial y clasista. Los pobres, entendidos éstos como aquellos “vagos, feos y aprovechados, que viven de mis impuestos, no pueden embanderar ninguna causa que nos represente. Hay que ponerlos en su sitio”.

Cuando se cree que un contenedor de residuos o un escaparate merecen más respeto que una persona, la batalla debe intensificarse. Esa consideración V.I.P. que algunos creen merecer, es otra de las farsas tras las que se escuda la mid-class católica universal.

Las luchas y las reivindicaciones de los excluidos, de los rechazados y de los pobres del mundo, se harán sentir tarde o temprano, aunque su tronar retumbe sobre los escombros. Es tiempo de abolir el respeto.

Si las clases medias confían su libertad al mercado y, desde su posición conformista e insolidaria, se declaran incondicionales de este sistema de reparto y organización, entonces el Estado no debería intervenir. Si hablamos sólo de dinero, ¿cuál es la ley que hace posible que, también con el dinero de los pobres, se proteja a los casi-desfavorecidos, de los desfavorecidos?

¿Alguien cree seriamente que Cameron se preocupó? ¿Alguien cree de verdad que el mercado hace “todo lo posible” por repartir riquezas de forma justa? ¿Alguien es tan ingenuo de pensar que quienes nos tienen secuestrados serán nuestros libertadores?

Entonces...¿qué representaba la imagen de la abuelita barriendo las cenizas? Básicamente, la premisa de sociedad que el poder quiere inculcarnos: “DEFIENDE LO TUYO. DEFIENDE TUS DERECHOS”.

Con o sin cenizas, el ejercito de desertores que conforman las clases medias, tienen la misión de sustentar este sistema aunque pierdan la vida en ello. Su heroicidad será medida según sacrificio, y sus acciones sumarán puntos para un escalafón de recompensas; tal y como sucede con los premios de los supermercados.

Les han hecho creer que este es el único y mejor modelo posible de convivencia: el más democrático, el más solidario, el más justo, el de mayores posibilidades. Día a día, las paredes de yeso que nos rodean se descascaran, dejado ver los barrotes de la jaula que habitamos; pero allí estará el necio, el obrero obtuso, dispuesto a tapar los agujeros en nombre de la libertad.

Los “derechos” de las clases medias han provocado ya demasiada sangre. Lo saben. Pero aún así, eligen su silencio cómplice, en la cuerda floja emocional que implica creerse más cercano a un magnate, que a cualquier trabajador anónimo. En esa lógica perversa radica auto destrucción de este colectivo.

Pero mientras sigan comprando, soñando, comprando, votando, comprando, festejando y comprando, en su micro mundo elegido de estupideces y superficialidades, se los seguirá protegiendo -por funcionales- hasta el final de los tiempos.

Orgullosos de sus derechos, tiemblan al enfrentarse cara a cara con las víctimas de su displicencia.

Piden respeto. Tendrán lo que se merecen.