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rico, ca.

(Del gót. reiks).

 

1. adj. Adinerado, hacendado o acaudalado. U. t. c. s.

2. adj. Abundante, opulento y pingüe.

 

 

pobre.

(Del lat. pauper, -ēris).

 

1. adj. Necesitado, que no tiene lo necesario para vivir. U. t. c. s.

2. adj. Escaso, insuficiente.

 

Dudar, sería de necios. Dejando a un lado los paradigmas construidos en la televisión, y el modo insultante en el que algunos famosos, pseudo-famosos y jamás-famosos gastan sus fortunas, parece evidente que ser rico es siempre mejor que ser pobre. La abundancia, confrontada con la necesidad, viene asociada al concepto de tranquilidad (no espiritual, sino anímica) y disfrute (material). Destilado, fuera de los sueños, de los chantajes emotivos de las casas de apuestas, Loterías del Estado, y de la ilusión de los concursantes de programas de televisión, el adjetivo “rico” nos hace pensar en una sola idea: posibilidades.

 

Hoy, que internet, la industria y nuestros titiriteros, nos plantean variados escenarios a la carta, regalándonos una ilusoria cercanía de libertad y capacidad de elección, el requerimiento económico es cada vez más radical. Para existir -dicen desde el panóptico- debes “estar”; pero para estar, hay que gastar: desde un billete de avión, metro o autobús, hasta la tarifa de ADSL que te resulte más atractiva. Cada mañana, el sol insiste en recordarnos que vivimos en un planeta minúsculo en una inmensidad inabarcable, en un sistema complejo, misterioso, fascinante. Para muchos, el día comienza cuando abren el correo, se loguean en Facebook o encienden la televisión.

 

Hay que ir a trabajar. O sea, a seguir manteniendo la vida monótona que nos da la posibilidad de contemplar ciertas posibilidades, con la esperanza de prosperar y conseguir nuevas, no renunciando jamás al anhelo de que un golpe de suerte, una herencia, o un maletín olvidado en un taxi, venga a premiar nuestra esperanza ciega.

 

La consecuencia inmediata es que el mismo deseo de riqueza nos hace demonizar la pobreza. Esto lo saben muy bien los gerentes de programación de las televisiones más importantes del mundo: la necesidad vende, por pena o por rechazo. Y no hay nada mejor para vender coches, prendas, perfumes, joyas, vacaciones, móviles, casas, o lo que sea, que infundir al gran público un temor sistemático a la pobreza. El pobre expuesto en los medios masivos carece -antes que de ninguna otra cosa- de dignidad. Como la industria del entretenimiento, funcional a la industria en sí, necesita de la publicidad para subsistir, poco le importa construir un estereotipo un poco siniestro, un poco peligroso, combinado (que no falte) con una buena dosis de suciedad ambiental. La televisión se mete en un barrio chabolista para mostrar ratas, ¡como si no hubiera en el centro de la ciudad!. Sea cual fuere el testimonio, es sesgado tendenciosamente; otras veces, degradan unas palabras esperanzadoras mostrando al mismo tiempo imágenes de gente consumiendo drogas, amenazando con un cuchillo, o simplemente mostrando el inodoro de la familia.

 

Al mismo tiempo, cuando estos programas basura que posan de “tele-realidad” se adentran en la vida en los millonarios, jamás se interpela a los personajes, ni se les marcan sus errores públicamente, como en el caso anterior. A lo sumo, podría escucharse al reportero decir “Oye, Marianne, ¿vas a gastarte 2300€ en estas botas? ¡A que sí!”, cuando días antes, quizás el mismo periodista, había preguntado a una madre de siete niños si “no le daba vergüenza” ocupar un piso tras ser desalojada. Las idioteces de los ricos se llaman excentricidades; sus vulgaridades, códigos; mas parecieran tener siempre una moral intachable. No importa si el empresario que exhibe su Ferrari y su Aston Martin, hizo su dinero especulando, explotando a sus trabajadores, despidiéndolos a su antojo, cerrando fábricas, abaratando costes en materias primas. Eso no parece ser de nuestra incumbencia: sólo debemos admirar su colección de Rolex, sus vestidos de Amani Privé o su casa en la montaña. Existen revistas dedicadas a mostrarnos el “estilo de vida” de los ricos y famosos. Se venden a millones.

 

¿Cuál es el motor que impulsa a un ama de casa de barrio obrero, a comprar una publicación para ver de cerca el vestidor de trescientos metros cuadrados de Mariah Carey? ¿Donde está el goce en conocer la sala de cine, la piscina y el gimnasio privado de Cristiano Ronaldo? Respuesta: esperanza de una vida mejor, con esas posibilidades. La publicidad especula, manipula y crea nuevos deseos y formas de diferenciarse del resto, a cada minuto. Nos pone en el escaparate modelos construidos -desde luego- que simbolizan el éxito, la belleza y la distinción.

 

En un mundo que privilegia el fútbol sobre los libros, es absolutamente normal que el pobre sea tan respetado como la escoria. Incluso, se llega a tratarlo como fenómeno de circo: han cogido a chicos de barrios obreros, que por algunas circunstancias que no se explican tienen personalidades explosivas o son un poco ordinarios en sus modales, y en la televisión (cede central de la fe universal: el capitalismo) les han “enseñado” a ser “personas”. Esto parecería positivo si estos shows incentivaran la educación, fomentaran el valor del trabajo, denigraran el consumo de drogas, etc...pero no: la gracia radica en “secuestrar” una chica de barrio, enfundarla en un palabra de honor de Valentino, y llevarla a una recepción como fenómeno. Al mismo tiempo, suponen que el público se reirá de la participante, que evidentemente no logra desenvolverse con soltura.

 

Como se ve, los gerentes de programación del showbiz han llegado al punto de espectacularizar el Darwinismo: quita un individuo de su medio de interacción, ubícalo en otro, y lo verás desarrollar nuevas estrategias para conservarse vivo. De lo contrario, morirá. Como todavía no está permitido asesinar concursantes en cámara, nos limitamos a “expulsarlos de la casa”.

 

Otro asunto adyacente pero inevitable, dada la ligazón entre el culto a la riqueza y el desprecio a la pobreza, es el Poder. Estaremos de acuerdo en que sólo un hombre poderoso puede atemorizar con su maldad. Quién no tiene los recursos para subyugar a sus enemigos se carcome en su propia ira, mientras lava su coche, imprime su currículum vitae, o recita las virtudes una aspiradora silenciosa ante un matrimonio. El poder del rico aparece en la enorme mayoría de casos como intangible admirable, casi como “premio” a su buena gestión (el otro premio sería el dinero), aún si ha jugado con el empleo, la salud o el futuro de millones de personas. El pobre, desde luego, no tiene poder; si lo tiene, se dice así: “era el cabecilla de su banda, una red bien organizada que sembraba el caos en la zona y atormentaba a los vecinos”. Léase: el pobre sólo tiene poder para hacer el mal. Y en este caso, sí sabemos dónde empezó a germinar: en el robo de un kiosco, de un señor en una plaza, de un Ford Ka, de un notebook, y así ad infinitum.

 

El último aspecto valorado por los medios de comunicación, es la capacidad de conmover. La historia del necesitado debe hacerlo de una manera dual: por un lado, el espectador cree adivinar que esa persona jamás logrará escapar de la miseria; por otro -principalísimo- debe sentirse a merced de esa amenaza, recordándole a cada minuto que está más cerca de la chabola, que de la mansión en Lago di Como.

 

Esto explica la aberrante conducta de la clase media a nivel global. Desde la propia fiscalía del universo, las clases medias hemos avalado, con nuestro temor o silencio (cuando no, con adhesión incondicional) las peores gestas de las que este mundo puede dar cuenta. Porque no hay nada más peligroso que un aspirante a burgués asustado. Los medios se han encargado de adoctrinar a la masa -que no son los pobres, sino las clases medias- en dos actitudes fundamentales: el rencor y el odio. El rencor es hijo de la envidia ante una vida de lujos que pareciera inalcanzable. No se envidia un talento, sino un reconocimiento y una cuenta bancaria. Y se odia todo aquello que amenace nuestro peculio a pequeña escala, sea un ladrón insignificante o un barrio chabolista a 1 kilómetro de casa. Sin embargo, curiosamente -o no tanto- no se nos incita a pensar en las desventuras que el sistema financiero nos ha deparado históricamente, incluso a nivel doméstico, propiciando un consumismo y una disparatada ola crediticia, a sabiendas de que la burbuja podía pincharse (desde luego: la habían creado los propios bancos).

 

La clase media es un estado de ánimo. Un impulso irracional de loas y embanderamientos ficticios. Dentro de esta demencia compartida, la educación es un “medio para” y no una meta en sí. La identificación de los valores occidentales a toda escala, siempre es avalada por este grupo, mientras los ricos parecen ser emblema de esas dignidades, y los pobres, factores de discordia, bombas de relojería amenazando el  sistema perfecto (¿?) que nos otorga la democracia. Una vez más, el plan trazado por las corporaciones. funciona a la perfección.

 

El 26 de diciembre de 2004, un tsunami provocado por un terremoto de 9,3 grados en la escala de Richter, devastó las costas de los países que bordean el océano Índico, haciendo estragos principalmente en Indonesia. Aunque la cantidad de víctimas mortales es todavía incierta, Naciones Unidas estima 230.000 pérdidas humanas, incluyendo 186.983 muertos y 42.883 personas desaparecidas. El tsunami también fue reportado por tener la segunda duración más larga observada en lo que a fallas geológicas se refiere, entre 8  y 10 minutos, y fue lo suficientemente poderoso para virar el planeta entero 1 centímetro.

 

El 12 de enero de 2010, un terremoto de 7,0 grados con epicentro a 15 kilómetros de Puerto Príncipe, tardó un minuto en llevarse la vida de 316.000 personas, dejando heridas a otras 350.000, y a más de un millón y medio sin hogar. Este terremoto ha sido el más fuerte registrado en la zona desde el acontecido en 1770. El sismo fue perceptible en países cercanos como Cuba, Jamaica y República Dominicana. Provocó temor y evacuaciones preventivas. Se considera una de las catástrofes humanitarias más graves de la historia.

 

 

El 11 de marzo de 2011, un terremoto de 9,0 grados con epicentro frente a la costa de Honshu y una duración calculada de 2 minutos, afectó el litoral noreste de Japón. El movimiento de tierras generó, a la postre, un tsunami implacable, que se presentó con olas de más de diez metros. Según los cálculos de las autoridades niponas, el número de víctimas mortales ascendería a 11.232, sobre todo en las regiones de Miyagi y Fukushima, mientras que la cifra de desaparecidos asciende a 16.300. Cerca de 200.000 personas continúan refugiadas. La magnitud del movimiento telúrico ha sido estudiado por la NASA, que ha determinado un corrimiento de la isla japonesa de aproximadamente 2,4 metros, y una alteración en el eje terrestre de 10 centímetros.

 

No se trata de hacer aquí un ranking de tragedias; mucho menos, uno de sufrimientos. Cada país afectado por estas catástrofes ejecuta sus protocolos de acción como cree necesario. El pueblo estará de luto, y la colaboración interna y externa serán pequeños impulsos que animan a ponerse en pie, y seguir viviendo.

 

Dicho esto, sería bueno focalizar en el comportamiento mediático que los titanes de la comunicación han tenido en todo el mundo (occidental). Lo primero que debe repetirse es que la televisión rastrea, expone y hace culto del morbo. Merced a un proceso de sobre-exposición de los damnificados de cualquier tragedia, se genera en el espectador una suerte de consolación positiva, que genera una inacción sostenida aprovechada por el poder a la hora de ejecutar sus planes.

 

El tsunami de Indonesia despertó la curiosidad por el fenómeno en sí. Fue en ese momento cuando entendimos su física, el por qué de su formación, y conocimos la enorme capacidad destructiva del agua. Las imágenes recorrieron el mundo en pocas horas; las primeras, desde los bungalows de playa de complejos hoteleros; aunque el testimonio de los turistas en zona de catástrofe siempre tiene un valor relativo (por hallarse en zonas seguras y protegidas; por saber que en caso de urgencia, sus países acudirán a socorrerlos), pudimos observar la magnitud de la devastación.

 

No habían pasado ni 24 horas, y las cadenas de televisión ya estaban presentes en la zona. El leit motiv: el dolor. La exposición de lágrimas parecía ser el combustible de las emisoras; las fosas comunes, los escombros de casas que eran ya precarias, los desaparecidos por todo el país y la destrucción de las infraestructuras hoteleras, hacían el resto. La preocupación de los organismos internacionales era la misma que la de los medios de comunicación, y las clases medias espectadoras, conscientes de que esa tragedia lejana poco afectaría su día a día. Era palpable la sintomatología que padecemos -tal vez a voluntad- cuando las desgracias le suceden a los pobres; muchísimo más, si son negros. Así que la humanidad se conmocionó un rato, para estar a la altura de la cobertura noticiosa.

 

Durante una semana, equipos de televisión internacional ofrecieron al mundo la cobertura de una (cuasi) realidad angustiante. Con los zapatos en el barro, los periodistas se empeñaron en conocer los detalles morbosos del suceso: llanto, desesperación, escasez de alimentos. La ayuda internacional se demoró más de lo tolerable, pero ninguna cadena refirió este asunto. Conocimos entonces a los pescadores, que lo habían perdido todo; ingresamos, junto con las cámaras, a las destrozadas habitaciones de hoteles de playa y resorts. Fuimos testigos del trabajo de Cruz Roja, nos adentramos en las zonas de terreno peligroso, y sobrevolamos miles de hectáreas anegadas.

 

El infierno era evidente. Pero como todo averno mediático, tuvo fecha de caducidad. Una semana después de que las gigantescas olas arrasaran el país, la clase media -y la televisión- buscaron otro asunto con el cuál entretenerse. Y las cámaras abandonaron Indonesia al mismo tiempo que llegaron los gigantes hoteleros, con planes de apoderarse de la región costera, e incluso expropiar las tierras a los pescadores, como cuenta Naomi Klein en La Doctrina del Shock.

 

El 2010 nos despertó con un espeluznante terremoto en Haití. El espectáculo estaba garantizado para los medios, conociendo el altísimo índice de pobreza en la isla. Por otra parte, esos negritos tampoco amenazaban la continuidad del sistema que sustenta la filosofía de las clases medias. Así que, de nuevo, la televisión del mundo se llenó los zapatos de polvo con afán informativo. Las peleas por víveres, el atraso de la ayuda y la desorganización total hija de un gobierno casi inexistente, convirtieron Haití en el centro de entretenimiento de los medios durante dos semanas: la primera, mucho escombro, mucho llanto, mucho desaparecido; la segunda, el hambre, los campamentos improvisados, las fosas comunes, la magia negra.

 

La situación en la isla fue, es y seguirá siendo mucho más dramática de lo que jamás se ha contado en la televisión o cualquier otro medio. En su momento, la adopción de un reducidísimo grupo de niños, vino a contentar los espíritus y a neutralizar heterodoxias. Otra vez se hizo espectáculo de la miseria; otra vez se practico la necrofilia televisiva; otra vez se informó de lo evidente, en vez de reclamar a la comunidad internacional medicamentos, materiales de construcción y alimentos para el pueblo. Con el ánimo contento por el deber de la tarea cumplida, los sicarios de las televisiones se vanagloriaban de haber llegado a zonas peligrosas, mientras se los veía custodiados por personas -evidentemente locales- que harían de escudo humano del periodista de CNN, que minutos antes los habría “comprado” por 20 dólares.

 

Ambos fenómenos naturales, catastróficos teniendo en cuenta la situación socio-política de los países que afectaron y, por otro lado, las dificultosas tareas de reconstrucción (que, probablemente, nunca se inicien), comparten el mismo espíritu para el consumidor occidental mid-class de medios masivos: la sensación de que “eso” está sucediendo tan, tan lejos de nuestro barrio, de nuestra ciudad, aún de nuestro país, que adquiere una dimensión casi ficticia. La televisión se especializa en presentarnos la “realidad” de una manera perversamente inmodificable y ficcional, pues sólo convencidos de su condición indestructible, aplacaremos nuestros ánimos de revolución.

 

Los sucesos del mundo son presentados como si sucedieran en otro. En otro mundo pasan hambre, hay guerras, hay enfermedades; en otro mundo se fomenta la guerra interna, se mata inocentes, se exterminan pueblos; en otro mundo escasea el agua y el petróleo deriva en sangre; en otro mundo existe el terrorismo, aún el de los gobiernos. “Pero yo aquí, en la comodidad de mi sofá pagado a crédito, no puedo cambiar la historia. Además, también tengo mis problemas: he perdido el móvil, y tengo celulitis”, dice el hombre masa (como diría Ortega) haciendo gala de un pensamiento, una concepción del mundo y un comportamiento electoral deleznable y arribista.

 

Pero un día fue 11 de marzo de 2011. La opinión pública internacional fue testigo de 2 fenómenos que ya conocía: un terremoto y un tsunami. Vivió el terremoto casi en vivo, a través de la (ahora) célebre NHK, y las miles de imágenes grabadas con teléfonos o cámaras familiares. Los efectos de la destrucción se hacían patentes en ciudades que, de alguna manera, se parecían a las que conocemos: coches, cemento, cables, tecnología; todo se arremolinaba, generando una pared indestructible. En Fukushima, los daños a una planta nuclear elevaron el riesgo de radiación, y aún a estas horas continuamos sin saber cuál es la verdadera dimensión de la fuga.

 

Sin embargo, los telespectadores no tuvieron en cuenta un aspecto fundamental: en Japón viven japoneses. Esta obviedad pareció perturbar las expectativas de las televisiones internacionales, que buscaron en una cultura oriental, milenaria, basada en el respeto mutuo y el equilibrio, algún brote de paranoia o desesperación colectiva. Por otra parte, Japón estaba preparado para afrontar la magnitud del terremoto; fue el tsunami posterior el que causó los mayores daños. Aún así, los protocolos de evacuación funcionaron como es debido, y esto se puede contrastar en la cantidad de muertos (11.800) sobre una población de 126.874.000 personas.

 

El rol de la prensa fue y está siendo pintoresco. Desconozco si los vuelos a Tokio son demasiado onerosos, pero lo cierto es que ninguna televisión internacional ha montado una cobertura propia en la zona. NHK pareciera ser lo suficientemente confiable para los medios occidentales. Sin embargo, le han encargado una misión: encontrar esas imágenes de desesperación que tanto gustan a las amas de casa y los señores panzones de occidente, que aguardan ansiosos con la (pseudo) conmoción dispuesta. Pero no la hallan.

 

Ni siquiera el temor nuclear ha sacado de sus casillas a los japoneses. La televisión se empeña en mostrarnos aeropuertos repletos, pero aún así, esas personas no son muestra representativa del talante nipón. Los medios, acostumbrados a fabricar historias y a manipular la realidad a su gusto, no están teniendo éxito en Japón; los “actores” no se prestan. Quizás lo sabían, por eso recibimos únicamente la cobertura de NHK. El deseo de la industria de la información y el entretenimiento (si es que son dos industrias separadas) es que, de una vez por todas, revienten los jodidos reactores nucleares y se produzca otro Hiroshima a la brevedad, pues llevan casi tres semanas mostrando lo mismo: nada.

 

Como las autoridades japonesas parecen tener la situación social controlada, las alertas activadas, y la población va, de a poco y sin escándalo, retomando sus quehaceres diarios, a los medios se les ha ocurrido que seamos los occidentales los que entremos en paranoia. Después de todo, están acostumbrados a manipularnos. Para hacerlo, ya han empezado con la industria, y el cierre de plantas de producción japonesas por todo el mundo. La teoría del rumor funciona muy bien entre las clases medias.

 

Aún así, sin nada que contar, sin lágrimas que enfocar, sin desesperaciones que enaltecer, la cobertura mediática está siendo ampliamente mayor que en los casos de Indonesia y Haití. Mientras en la isla caribeña el cólera sigue matando a miles de personas, abandonadas a su suerte por Naciones Unidas, los ciudadanos de primera se golpean el pecho ante una posible fuga nuclear.

 

¿Cómo es que dedicamos tanto tiempo a la no-historia? ¿Dónde está el argumento para desperdiciar cobertura en un acontecimiento latente? De nuevo, en el rechazo a la pobreza. La televisión, como cerebro común de millones de personas, vuelve a evidenciar su cinismo, a desnudar su estrategia siniestra de discriminación, funcional a los intereses de la masa uniforme (que domina).

 

 

 

La idea es sencilla: los japoneses, a pesar de ser asiáticos, comer distinto, vestir distinto, tener otras tradiciones, otra forma de producir, otra forma de expresar el respeto, otra proxémica....aun así, son mas parecidos a “nosotros”, que un pobre cualquiera de país subdesarrollado, que además es negro.

 

Se fomenta el temor a la pérdida de cosas, objetos, bienes de todo tipo. Aunque el gesto de los japoneses no ayuda al gran circo global, el -forzado- proceso de identificación está resultando exitoso; a tal punto, que la curiosidad informativa se centra en la templanza nipona. En todo lo demás, somos iguales (¿?).

 

Quizás el rico necesita, para sentirse rico, que existan pobres. Pero al mismo tiempo se siente amenazado por los pobres (que en muchos casos, genera). Del mismo modo las clases medias, marionetas de la industria, prefieren ponerse del lado del mundo que sí tiene. Esta idea de que tener un coche, un piso, un par de zapatillas, un móvil aparatoso, nos hace parte del mismo colectivo mundial, por encima de las fronteras y las naciones, es el sueño del capitalismo salvaje.

 

Antes existieron próceres y Padres de la patria; millones de hombres anónimos dejaron su sangre y su bravura en las batallas, para que el futuro encontrara en el sentimiento de nación una armadura inquebrantable, inviolable, una aleación de futuro y dignidad. Hoy, a merced del antojo mercantilista, los países se transforman en marcas registradas, paraguas donde protegernos. Las redes sociales están sirviendo para crear los nuevos ghettos. Por eso su adoración.

 

Mientras no busquemos la verdadera naturaleza de nuestra existencia -que seguro no es comprar anillos de brillantes, anti ojeras, ni calzoncillos con nombre de otro- seguiremos sufriendo y arrastrándonos por sustentar la felicidad aparente.

 

Día a día, los medios masivos nos convierten en cómplices de su plan. Tenemos abanderados de causas humanitarias que por la mañana juegan al fútbol y ganan millones; tenemos modelos de plástico y adoradoras del Photoshop, que nos recomiendan una alimentación sana; tenemos millonarios especuladores que nos invitan a creer en el sueño americano, en la promesa de muchas y mejores posibilidades.

 

Mientras tanto, más de 780 millones de personas padecen de malnutrición en los países en vías de desarrollo, y más de 2.000 millones sufren carencias vitamínicas y de sales minerales esenciales. Por eso más de 40.000 personas mueren de hambre cada jornada. Una tragedia que no se expone al gran público, pues desnudaría la malvada genética del neoliberalismo.

 

Creer la realidad mediática, es elegir la indiferencia y la maldad. Están creando un mundo donde el “con” y el “.COM”, se enfrentan con el “sin” y el “S.O.S”. Más del 25% de la población mundial está enrolada en el peligroso ejército del consumismo. Y está dispuesta a morir por su causa.

 

Ya vivimos en un mundo en el que hay muertos de primera y muertos de segunda. Esa es la tragedia de la que nadie habla.